nueva teoria sobre el origen de una religion.PARTE I
Publicado: Sab Mar 22, 2008 7:04 pm
Las once de la mañana, estamos en la Universidad de Palma de Mallorca, la U.I.B. facultad de filosofía, el profesor Bartolomé Caldés se dirige a sus alumnos de Historia de las Religiones. El aula con capacidad para 250 alumnos, estaba llena hasta la bandera, la causa era muy sencilla, el profesor era el más avanzado ideológicamente de todo el cuerpo docente, el más sincero, el más amable el más didáctico. Sus clases terminaban inexorablemente en un coloquio abierto sin tabúes, donde participaban todos los alumnos, y como última cualidad de este viejo profesor, que para un enseñante es la mejor, es que siempre responde a una pregunta, por muy complicada, comprometida o tortuosa que sea.
Nada más comenzar la clase, Marisol, una alumna aventajada donde las halla, le comentó haber oído algo sobre una teoría suya que estaba a punto de publicar, y le rogó encarecidamente que la explicara en clase.
Bien, en atención a Marisol, os contaré mi teoría sobre el origen de la religión Católica, teoría que en breve verá la luz, si logro convencer a mi editor de su publicación. La he plasmado en forma de novela que le da un aspecto exotérico, pero no os dejéis llevar por la parafernalia, y escuchad con atención:
Sentados alrededor de la fogata, con sus rostros ajados, barbudos, gastados por el transcurso de la existencia, impresionaban. La luz titilante de la hoguera les iluminaba medio rostro, en tonos cobrizos, sobre un fondo en penumbra, que no era otra cosa que las paredes de mármol del templo. La estancia era fría, las únicas fuentes de calor aparte del fuego en el medio de la sala, eran las respiraciones de los ancianos. La discusión parecía acalorada, y en determinados momentos se intuía cierta violencia en los rostros de los sabios ancianos. De vez en cuando se les acercaban criados y les rellenaba con algún brebaje los cuencos, que los ancianos depositaban sobre el suelo una vez bebido un sorbo.
Uno de los ancianos, que parecía el de mayor rango, y llamado el Cuenca, hizo un ademán de hablar, y se hizo el silencio inmediatamente. Pasaron unos segundos, en una tensa calma, la ansiedad empezaba a surgir en los rostros de los impacientes ancianos. Y por fin habló:
“Todos habéis hablado sabiamente, quizás alguno con demasiada vehemencia, y aunque ese aspecto no ha influido en mi ánimo, he entendido vuestras opiniones. Pero la decisión me corresponde, y asumiré la difícil tarea que nuestro Señor ha depositado en mis hombros. Y yo os digo, nuestros hermanos, que tan buena labor han realizado durante estos años, predicando nuestra religión en la capital del imperio que nos tiene oprimidos y esclavizados en nuestra propia tierra, son heréticos y por lo tanto, a partir de este momento queda totalmente prohibido mantener cualquier tipo relación con miembros de esa comunidad, con el castigo de excomunión a quien incumpla este precepto. Esta decisión es irrevocable y el solo hecho de discutirla ofende a nuestro Padre Celestial. Id en Paz”.
Anochecía en Roma. Calicó meditaba en la entrada a las catacumbas. Tenía la mirada perdida en el horizonte. Parecía escudriñar más allá de donde le llevaba la vista, imaginaba la situación de sus hermanos a miles de leguas. Notaba una ligera brisa cálida que provenía directamente del mar, y que curioso el mar, ese elemento que separa civilizaciones, pero que por el contrario es el medio más rápido de transporte, curioso. Pensó que el resto de los miembros del C.F.D.F. (consejo para la defensa de los dogmas de fe) estarían ya impacientes, y decidió entrar. Se deslizó hábilmente por los estrechos y oscuros pasadizos. Transcurridos unos segundos desde que entró, la oscuridad se hizo absoluta. Calicó no necesitaba teas, se conocía perfectamente el camino, en aquellas profundidades frías y exageradamente húmedas, había dado sepultura a muchos de sus amigos, y prácticamente a la totalidad de su numerosa familia. Por unos instantes desfilaron por su mente todos y cada uno de ellos, recordaba exactamente el lugar que cada uno ocupaba. Si lo hubiera deseado podría depositar una ofrenda a Susana su mujer, que falleció al parir a Antonio su octavo hijo, conocido posteriormente como el Bitubo, por razones obias. No dedicó un segundo más a ese pensamiento y siguió avanzando, hasta llegar a la gran sala. Como en todo el recorrido hasta llegar a ella, una persona de estatura normal tenia que caminar encorvado para no tocar con la cabeza, la bóveda del túnel perforado a pico, por esclavos. En los lugares de mayor altura no alcanzaba los cinco pies.
Nada más comenzar la clase, Marisol, una alumna aventajada donde las halla, le comentó haber oído algo sobre una teoría suya que estaba a punto de publicar, y le rogó encarecidamente que la explicara en clase.
Bien, en atención a Marisol, os contaré mi teoría sobre el origen de la religión Católica, teoría que en breve verá la luz, si logro convencer a mi editor de su publicación. La he plasmado en forma de novela que le da un aspecto exotérico, pero no os dejéis llevar por la parafernalia, y escuchad con atención:
Sentados alrededor de la fogata, con sus rostros ajados, barbudos, gastados por el transcurso de la existencia, impresionaban. La luz titilante de la hoguera les iluminaba medio rostro, en tonos cobrizos, sobre un fondo en penumbra, que no era otra cosa que las paredes de mármol del templo. La estancia era fría, las únicas fuentes de calor aparte del fuego en el medio de la sala, eran las respiraciones de los ancianos. La discusión parecía acalorada, y en determinados momentos se intuía cierta violencia en los rostros de los sabios ancianos. De vez en cuando se les acercaban criados y les rellenaba con algún brebaje los cuencos, que los ancianos depositaban sobre el suelo una vez bebido un sorbo.
Uno de los ancianos, que parecía el de mayor rango, y llamado el Cuenca, hizo un ademán de hablar, y se hizo el silencio inmediatamente. Pasaron unos segundos, en una tensa calma, la ansiedad empezaba a surgir en los rostros de los impacientes ancianos. Y por fin habló:
“Todos habéis hablado sabiamente, quizás alguno con demasiada vehemencia, y aunque ese aspecto no ha influido en mi ánimo, he entendido vuestras opiniones. Pero la decisión me corresponde, y asumiré la difícil tarea que nuestro Señor ha depositado en mis hombros. Y yo os digo, nuestros hermanos, que tan buena labor han realizado durante estos años, predicando nuestra religión en la capital del imperio que nos tiene oprimidos y esclavizados en nuestra propia tierra, son heréticos y por lo tanto, a partir de este momento queda totalmente prohibido mantener cualquier tipo relación con miembros de esa comunidad, con el castigo de excomunión a quien incumpla este precepto. Esta decisión es irrevocable y el solo hecho de discutirla ofende a nuestro Padre Celestial. Id en Paz”.
Anochecía en Roma. Calicó meditaba en la entrada a las catacumbas. Tenía la mirada perdida en el horizonte. Parecía escudriñar más allá de donde le llevaba la vista, imaginaba la situación de sus hermanos a miles de leguas. Notaba una ligera brisa cálida que provenía directamente del mar, y que curioso el mar, ese elemento que separa civilizaciones, pero que por el contrario es el medio más rápido de transporte, curioso. Pensó que el resto de los miembros del C.F.D.F. (consejo para la defensa de los dogmas de fe) estarían ya impacientes, y decidió entrar. Se deslizó hábilmente por los estrechos y oscuros pasadizos. Transcurridos unos segundos desde que entró, la oscuridad se hizo absoluta. Calicó no necesitaba teas, se conocía perfectamente el camino, en aquellas profundidades frías y exageradamente húmedas, había dado sepultura a muchos de sus amigos, y prácticamente a la totalidad de su numerosa familia. Por unos instantes desfilaron por su mente todos y cada uno de ellos, recordaba exactamente el lugar que cada uno ocupaba. Si lo hubiera deseado podría depositar una ofrenda a Susana su mujer, que falleció al parir a Antonio su octavo hijo, conocido posteriormente como el Bitubo, por razones obias. No dedicó un segundo más a ese pensamiento y siguió avanzando, hasta llegar a la gran sala. Como en todo el recorrido hasta llegar a ella, una persona de estatura normal tenia que caminar encorvado para no tocar con la cabeza, la bóveda del túnel perforado a pico, por esclavos. En los lugares de mayor altura no alcanzaba los cinco pies.